Pegada al suelo
junto al polvo del camino
queda la huella, marcada,
espaciada, poco definida,
junto a la polvareda
provocada por el tránsito
de pesadas maquinarías
de las faenas agrícolas.
En los márgenes,
algún espino verde, blanco,
espigas de cebada aisladas
sobrevivientes de la siega,
alguna que otra ginesta,
tomillos leñosos, hinojos aislados
desprovistos de sus tiernas hojas,
coronadas por florecillas cimbreadas
por su propio peso.
Las briznas de los rastrojos
se insertan dentro de la polvareda,
reflejando rayos de luz cegadora
proyectada por el reflejo del sol abrasador.
¡Ay! Cuánto cuesta mantener el ritmo,
en cuanto ascienden las cuestas.
La respiración se entrecorta,
dando paso al continuado jadeo,
produciendo, la fatiga,
llegando a la extenuación.
Y solo allá una pequeña
sombra de un almendro
de corteza tosca y seca
socavado en su raíz,
fruto de numerosas
madrigueras, habitáculos
de conejos muy abundantes
en estas tierras labriegas.
Saltan, brincan, corretean,
a través de los rastrojos,
moteándose con tonalidades:
entre grises, negros y pardos.
El calor cae como plomo
la sequedad en el aire
es manifiesta. ¡Cómo cuesta
respirar! Los labios se entre abren
y se resecan, hasta duelen.
En este estado, el caminante
vuelve sobre sus pasos,
antes de que el sol alcance el cénit
En este instante, todo es quietud.
El paisaje queda inerte,
todo un cuadro, un bodegón,
de cálida gama cromática.
Los sonidos se enmudecen,
ya no cantan las cigarras,
ni los grillos. Queda todo adormecido.
El caminante mira a su alrededor
y admira tal belleza, dura, extensa,
extremadamente seca y solitaria.
Esta es Castilla. Mi tierra